El libro de Adán. I.

Rafael de J. Araujo González.

 

El árbol primigenio. Tinta de agua sobre papel. 2024. Autor: Rafael de J. Araujo González.

Hubo un lugar, un espacio donde Él tuvo la idea de reposar y dejar que sus sueños crecieran. Como esos sueños fueron generados por el mismísmo Ser Supremo, Creador y Dador de vida, éstos salieron y se fueron por el mundo, solo Nuestro Gran Señor sabe a dónde llegaron.

Está grabado en las piedras más antiguas el sitio exacto de tal acontecimiento pues no es común que Él se dé un momento de reposo y solaz esparcimiento.

Ese territorio tenía las primeras plantas. Las había en abundancia, de grandes dimensiones y de innombrables colores. No se pueden describir los olores que desprendían las flores y frutos que producían. Tantos y tan relucientes eran los colores, olores y sonidos que las aves, a veces con un poco de envidia, tuvieron que usarlos como pigmentos en la hora de buscar pareja.

Es difícil nombrar todos y cada uno de los seres vivos que transitaban por los senderos que atravesaban el lugar pues los había en tal cantidad y variedad que muchos de ellos hoy ya no se ven. Menos sencillo es decir a dónde se dirigían las veredas porque uno caería en mentiras que son castigadas como pecados porque ese lugar es santo.

Se dice que cerca del campo donde reposó el cuerpo de El Dador de Vida, bajo la sombra de algunas plantas de enormes hojas que le sirvieron como manta, había una casa de una sola pieza y que ésta servía como refugio para los sentimientos que solían estar vagando día y noche y que, solo cuando querían descansar, entraban para protegerse de las inclemencias vagabundas en noches sin luna.

Lo que no está escrito, pero que se sabe, es que ahí, donde reposó Él, uno de los sueños se quedó justo en la sombra inmaculada del Santísimo. Como el sueño del Señor es igual a él mismo: eterno, este sueño fue penetrando la suave tierra donde  Nuestro Señor ensoñaba hasta que se levantó, sacudió sus vestiduras blancas y deslumbrantes, se calzó de nuevo y se fue.

En el instante de su partida, la sombra de su cuerpo desapareció y los rayos de un sol nuevo y matinal cayeron en caricias sobre el polvo donde, unos metros abajo, estaba el sueño dicho. Ahí, a los siete días justos, luego de un amanecer lleno de gotas de rocío puro y transparente, nació la planta que muchos años después sería llamada Árbol del Bien y del Mal. Se cree que este sueño sirvió como semilla y que Él no lo dejó por casualidad. Nuestro Señor quiso que este sueño, nacido en su corazón, se quedara ahí, entre la naturaleza y la casa de piedra.

Ahora que escribo estos recuerdos, veo que este suceso parece una metáfora de la vida y la muerte porque cuando una persona fallece, se entierra para que la vida siga. Lo que me inquieta es saber si la metáfora también incluye las tentaciones que se presentan en la oscuridad del subsuelo.

(2015-2016)

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