Dos de cuarenta y tres: La nada
En el
principio, la nada era la dueña y señora del todo. Por eso, nada había, nada
sonaba, nada se sentía. Sin embargo, a decir de los griegos, el caos se hizo
presente y, entonces, la nada dejó de existir, al menos eso se cree.
Esta
historia nos recuerda esa primera muerte. Es decir, no es exactamente un relato
sobre el principio de los tiempos, sino un recordatorio sobre el final del
tiempo y su expresión más sublime: la vida. Ese momento final es la muerte.
Sin
embargo, saber que todo es finito me ha llevado de idea en idea, por
ejemplo, a veces, en medio de cada pensamiento me alcanza la inquietud. No sé
cómo definirla. Es extraña, llega lentamente a mí. Inicia como un vago
recuerdo o imagen… no, más bien suele estar asociada con un sonido, con una frase,
con una noticia. Ya sea a través de la televisión o con algún comentario hecho
por alguno de mis amigos, siempre relacionado con los problemas de pobreza,
corrupción o con la impunidad de nuestras gloriosas autoridades, nietas de los
nietos de los héroes revolucionarios del siglo XX, encumbradas en el poder
político y fervientes reencarnaciones de algún tlatohani prehispánico. Siempre
me pierdo el resto de los comentarios porque mi mente empieza a pensar en mi
pequeño entorno: Miguel siempre crítico vierte comentarios de lo que debe
hacerse, según él, pero a la hora de la acción suele caer en unos enormes
letargos que lo llevan a ser un claro ejemplo de cómplice por omisión. Pedro,
bueno, qué decir, él habla y habla para motivar a los demás pero es el primero
en actuar de la manera más corrupta que pueda existir… y así, mi mente viaja,
me lleva a ligar ideas que reafirman que el gran problema, "el de fondo", como
los políticos dicen, somos nosotros, los de a pie, quienes permitimos que así
sean las cosas: podridas como solo la política nacional corrompe por dentro.
Ésas eran
las razones por las cuales nunca me involucré en los movimientos de la normal.
Bueno, más bien no acudía al llamado de los camaradas aunque sí daba las cuotas
necesarias de cooperación y acudía a las reuniones de organización y discusión
de las estrategias, hasta había acudido a los talleres de entrenamiento. Incluso
me habían pedido que escribiera algunos discursos porque se manejar muy bien la
coherencia discursiva en los textos. Creo que mis cualidades me permitían
mantenerme en la organización sin que me exigieran cosa alguna adicional.
A mí me
gustaba asistir a las reuniones sabatinas porque era el día en que podía encontrarme
con Magdalena. Al principio, ella se había negado a darme su amistad y no sabes
cuánto me costó ese primer beso, que para mí, fue como el primero que yo diera
en mi escasa vida de 19 años.
Magadalena
me había insistido de manera constante para que yo participara en alguna actividad
de lucha contra el sistema. No lo hacía, porque después de las clases era el
pretexto para quedarnos un rato más en los alrededores de la escuela, logrando
tener una razón para estar más tiempo con ella. Así fue como primero le agarré
la mano, otro día pude acariciarle la tersa piel de su rostro y, otra noche,
robarle un beso que me costó una sonora cachetada.
Ella
siguió aceptando mi presencia y nos quedábamos a platicar al terminar las
reuniones, cada vez más tiempo. Ella me llevó a su casa y me presentó como un
amigo y camarada de lucha con sus papás; eran maestros rurales de primaria. Creo que me
aceptaron y mi corazón se alegró cuando vi que intercambiaron una mirada
cómplice.
En otra
ocasión, luego de platicar sobre mitos, leyendas y fantasmas, cerca de su casa,
bajo una farola sin luz, me agarró la mano y caminamos un trecho sin hablar. Me
sentía feliz, pensaba en qué sentirían las personas al morir, si sería la misma
sensación que yo tenía en ese momento, porque percibía que mi alma rebosaba paz
y quietud, me sabía querido pero no con la pasión del deseo, no en ese momento.
…
No sé por
qué acepté subirme al camión, nunca tuve el deseo de participar en actividades
de los camaradas pues siempre me supe pacifista y ellos usaban la provocación
como herramienta de lucha.
Esa
noche, Luna, no hubo luna.
Ahora que
siento disminuir mi respiración, que mis oídos se agudizan, que los párpados me
pesan y el dolor de las heridas se desvanece viene a mí Magdalena.
Estoy
seguro que mi mente me engaña pues ella no vino con nosotros.
Creo que
me besa…
Llega el
silencio.
Hay paz.
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